Trabajo, Autoridad y Desconfianza: Una Crítica a la Cultura Organizacional Costarricense
Vigilados desde 1502: crónica de un país que todavía no sabe confiar
Por: Ronny Rosales Robles - Más información sobre el autor en Bento
1. Introducción
Cuando uno crece en Costa Rica, hay ciertas verdades que acepta sin cuestionar, igual que cuando la mamá decía que no podíamos bañarnos después de comer porque nos iba a dar un "ataque de congestión" o cuando la abuela insistía en que "hay que saber por dónde anda la procesión". Esta frase, tan popular en nuestro imaginario costarricense, refleja la idea de que siempre debemos estar al tanto y vigilantes de lo que ocurre a nuestro alrededor. Más que un simple refrán, revela una concepción cultural de control y poder: la creencia de que es necesario supervisar para garantizar que todo marche bien. ¿Por qué seguimos pensando que solo mediante la vigilancia constante se asegura la productividad? ¿De dónde proviene esa idea de que el trabajador debe ser controlado para no desviarse del camino recto?
Una de las respuestas porque como veremos los factores podrían ser múltiples, se esconde en la historia profunda de Costa Rica, una historia que se remonta a la época colonial, porque recordemos que en nuestras poblaciones originarias predomina el consejo de mayores, donde un grupo de personas con mucha experiencia a través de un consenso tomaban decisiones importantes para la comunidad, la conquista española impuso la figura del encomendero vigilaba de cerca el trabajo indígena a cambio de protección, educación religiosa y una promesa abstracta de bienestar (Acosta, 2012). Esta raíz epistémica—esa creencia profundamente arraigada en nuestro inconsciente colectivo o mejor dicho en nuestra jupa—fue fortalecida por la educación católica y el patriarcado, donde la autoridad del sacerdote, del maestro o del jefe de familia era absoluta, incuestionable, y garantizaba la estabilidad social mediante una jerarquía rígida (Monge, 2006).
En mis investigaciones anteriores exploré cómo ciertas narrativas, especialmente las que rodean el teletrabajo en Costa Rica, están atravesadas por esas raíces epistémicas: un marcado rechazo a la autonomía del trabajador, una preferencia cultural por la supervisión directa y una desconfianza casi patológica hacia la productividad independiente (Rosales, 2025). El resultado, paradójicamente, es una sociedad laboral que, pese a los avances tecnológicos y al cambio generacional, sigue anclada en estructuras antiguas de poder vertical y presencialismo.
Mi intención futura es profundizar en estas raíces para entender cómo se pueden transformar. ¿Qué pasaría si cuestionamos radicalmente estas "verdades incuestionables"? ¿Podríamos crear organizaciones que valoren más la confianza que el control? Como diría Hernán Casciari (2016), cuestionar las verdades aceptadas es el primer paso para encontrar relatos nuevos, mejores, más honestos. O como dirían Les Luthiers (2007), quizá la clave está en descubrir que "el camino más corto entre dos puntos es la línea recta, en el plano, pero en la vida… no siempre".
Este texto es una invitación a recorrer ese camino sinuoso que conecta historia, epistemología y vida cotidiana para entender por qué creemos lo que creemos sobre el trabajo, el poder y la confianza. Es una invitación a pensar juntos sobre cómo podríamos cambiar esas narrativas y, en el proceso, construir organizaciones que dejen atrás la herencia colonial del encomendero para confiar de una vez por todas en la capacidad del trabajador costarricense.
2. Raíces históricas
a) De encomiendas, sacerdotes y patriarcas
Para entender por qué seguimos pensando que "hay que estar encima" para que la gente trabaje, primero hay que desempolvar algunos libros viejos, recordar un par de historias de la abuela o cuentos de cantina y viajar mentalmente al tiempo de la colonia española. La encomienda fue un sistema donde los conquistadores recibían a indígenas bajo su tutela—si es que podemos usar una palabra tan generosa—y se comprometían a "educarlos" en la religión católica, protegerlos y darles algo de bienestar a cambio de trabajo constante y obligatorio (Fernández, 2016). Era como decir: "trabajen tranquilos, pero aquí estoy yo para vigilar que no se me distraigan." O peor aún y con un tono más patriarcal: “Aquí está papi”.
Este intercambio de protección por vigilancia no terminó con las encomiendas. Más bien, se reforzó en cada institución que se creó después. En las escuelas católicas, por ejemplo, el sacerdote asumía el rol de guardián moral, supervisando la conducta espiritual y cotidiana de sus fieles. Si el encomendero vigilaba el trabajo físico, el cura vigilaba las almas, asegurándose de que nadie se desviara del camino correcto (Quesada, 2017). Y en la casa, claro, estaba el papá, esa figura patriarcal que heredó esta tarea de velar por la moral y el orden familiar, convirtiéndose en el jefe incuestionable cuya palabra no solo se acataba, sino que se respetaba sin derecho a réplica (Rodríguez, 2018).
Así, a través de estos siglos coloniales, aprendimos algo más que catecismo y modales: internalizamos una forma vertical y paternalista de entender la autoridad. Siempre había alguien "arriba", observando lo que hacíamos "abajo", listo para intervenir y corregir cualquier desviación. Y eso, querámoslo o no, lo heredamos y lo seguimos reproduciendo.
b) ¿Quién manda aquí?: la verticalidad como herencia
Estas raíces históricas moldearon profundamente nuestra idea de autoridad y confianza. No se trataba únicamente de controlar, sino de asumir que ese control era legítimo y necesario para protegernos de nosotros mismos. La autoridad, en nuestra historia, siempre fue vertical porque siempre hubo un guardián que sabía más que los demás: el encomendero más que los indígenas, el sacerdote más que sus fieles, el padre más que sus hijos (Solórzano, 2015).
Mi investigación anterior sobre el teletrabajo (Rosales, 2025) mostró cómo esa desconfianza colonial sigue latiendo en nuestras narrativas laborales actuales. A pesar de que la pandemia nos demostró que el trabajo podía realizarse desde casa con iguales o mejores resultados, en Costa Rica regresamos rápidamente al esquema presencial, aferrados a la necesidad de ver físicamente al trabajador para creer que realmente estaba trabajando.
Y sin embargo, no todo está perdido. Si las verdades que heredamos fueron inventadas alguna vez, también pueden reinventarse. Tal vez haya llegado la hora de dejar de vivir con las instrucciones amarillentas y olorosas a polvo que alguien escribió hace siglos y animarnos a escribir nuestras propias reglas. Porque al final, ¿qué sentido tiene seguir repitiendo como lora atollada de caca que “así se ha hecho siempre”, si sabemos que ese “siempre” fue una ocurrencia de alguien con poder hace mucho tiempo? Es momento de preguntarnos, con algo de ironía y bastante seriedad, si queremos seguir obedeciendo guiones viejos o empezar a ensayar uno nuevo donde la confianza pese más que la vigilancia.
c) Adaptación a estructuras modernas
Como cuando alguien instala un sistema moderno en una casa vieja: cambia la fachada pero siguen las tuberías antiguas y la instalación eléctrica, principalmente esa ducha vieja Lorenzetti, que más que calentar el agua parece una suerte de ruleta rusa esperando quemar toda la cuadra. Así pasó con el control laboral en Costa Rica: las raíces coloniales que vimos no se quedaron en el pasado, se adaptaron a los modelos administrativos globales para volverse aún más efectivas.
Primero llegó el taylorismo, el bendito modelo de Frederick Taylor que enseñó que cada gesto del trabajador debía analizarse y optimizarse: cuánto tarda en agarrar una herramienta, cuánto camina, cuántas repeticiones hace por minuto (Taylor, 1911). La meta: eliminar cualquier desperdicio y hacer que hasta respirar sea productivo. Luego vino el fordismo, que convirtió eso en una cadena de producción donde todos hacen lo mismo, siempre, sin salirse de la línea (Ford, s. f.; postfordismo incluso lo convirtió en moda de consumo en masa).
En Costa Rica, estas ideas no fueron traídas en una cajita de Corn Flakes: entraron en compañías, administraciones públicas y hasta en la cultura educativa. Las organizaciones comenzaron a medir ausencias, puntualidad, tarjetas de asistencia, registros de entrada y salida como si fuera lo más importante, casi más que la calidad del trabajo mismo. Un estudio sobre los hospitales públicos en los años noventa encontró incluso que las reformas administrativas reforzaron mecanismos de disciplina y vigilancia, sin crear presión de pares que pudiera sustituir al control jerárquico formal.
En nuestras instituciones educativas—desde el kínder, escuelas hasta universidades—las normas se volvieron extrañamente independientes del aprendizaje real. Todos recordamos aquellos días donde el color de los zapatos parecía importar más que entender matemáticas; cuando tener la camisa perfectamente fajada contaba más que la capacidad de resolver un problema o debatir una idea. Es decir, la educación heredó este control obsesivo que poco tenía que ver con el conocimiento adquirido o aplicado, pero mucho con obedecer reglas visibles y medibles.
Esto creó una generación entera acostumbrada a pensar que "hacer bien las cosas" equivale a cumplir normas externas y superficiales, no necesariamente a entender profundamente lo que se hace. Nos enseñaron que cumplir era más importante que comprender, que la disciplina era más valiosa que la creatividad, y que la autoridad no se cuestionaba, simplemente se acataba.
Con los años, esta lógica educativa permeó inevitablemente al mundo laboral. No importa cuánto sepas o qué tan innovador seas, lo fundamental sigue siendo estar visible, cumplir el horario y ajustarse al reglamento. La presencia física y la obediencia formal se mantienen intactas como herencia de aquellos viejos encomenderos y sacerdotes que nos enseñaron que alguien debe estar siempre vigilando, porque desconfiar es más fácil que confiar.
c) Correlación entre poder y confianza
Si el control fuera una ecuación matemática, el sentido de superioridad sería directamente proporcional al grado de vigilancia ejercido. Michel Foucault (1975), en Vigilar y castigar, lo explica magistralmente: el poder no es simplemente una imposición desde arriba, sino una red de relaciones que funciona gracias a la vigilancia constante y la normalización de conductas. Cuando alguien se siente superior—por posición, conocimiento o estatus—no solo ejerce control, sino que crea un sistema donde la obediencia se convierte en hábito y la supervisión en parte de la vida cotidiana.
En Costa Rica, esta lógica se ha vuelto tan natural que pocas veces la cuestionamos. Las jerarquías educativas y laborales siguen replicando la misma dinámica: el profesor que debe recordar a los estudiantes “quién manda en el aula”, el jefe que cree que la productividad se mide por la visibilidad física, o las instituciones que establecen normas rígidas sin relación directa con el conocimiento adquirido o aplicado. Como señala Lévi-Strauss (1963), las estructuras sociales están formadas por reglas implícitas que se transmiten culturalmente, de manera casi invisible, hasta el punto en que parecen incuestionables.
Sin embargo, hay espacios donde esa relación jerárquica empieza a diluirse. En universidades con modelos académicos más abiertos, en startups y en equipos creativos, la autoridad se vuelve menos rígida porque el conocimiento se distribuye más equitativamente. Allí, la confianza no es una amenaza al poder, sino su base: la legitimidad de la autoridad no depende de la vigilancia, sino de la capacidad de inspirar, coordinar y reconocer el valor de cada persona. Como diría Foucault (1975), en estos entornos el poder deja de ser una “cadena de mando” y se convierte en una red de relaciones donde cada individuo participa activamente.
De hecho, como docente he visto cómo la dinámica cambia radicalmente cuando se abandona la vigilancia obsesiva y se reemplaza por confianza y colaboración. Paradójicamente, el exceso de control suele sofocar la innovación: ¿cómo crear algo nuevo si cada paso depende de la aprobación de quien “sabe más” por simple posición jerárquica? Al final, como advierte Lévi-Strauss (1963), las estructuras sociales son construcciones, y toda construcción puede cambiarse si se reescriben las reglas culturales que la sostienen.
3. Discusión crítica
Hasta aquí parece que hemos resuelto el misterio: nuestras tendencias al control excesivo tienen raíces históricas profundas que se explican por relaciones coloniales, educación católica, patriarcado, y que luego se fortalecieron con modelos globales como el taylorismo y fordismo. El análisis tiene sus ventajas: permite comprender muchos rasgos culturales costarricenses actuales. Por ejemplo, explica por qué preferimos instituciones laborales verticales, o por qué la presencia física en oficinas parece importar más que la calidad real del trabajo. También revela por qué nuestra educación sigue priorizando las reglas formales sobre el aprendizaje profundo: es que el control se volvió un valor en sí mismo, casi una virtud moral heredada.
Sin embargo, sería ingenuo pensar que esta es toda la historia. Existen factores globales que también empujan al control como lógica predominante, más allá de nuestra particular historia colonial. El capitalismo moderno, con su obsesión por la productividad, el rendimiento y la competencia permanente, fomenta estructuras que necesitan controlar para optimizar cada recurso, cada tiempo muerto, cada minuto de trabajo. La burocracia moderna, con sus procedimientos rígidos y su culto a la norma escrita, también genera formas de control que no necesariamente provienen del pasado colonial, sino del presente globalizado, acelerado e hipercompetitivo.
Entonces surge una pregunta central, incómoda pero necesaria: ¿El conocimiento distribuido realmente democratiza el poder, o simplemente crea nuevas jerarquías simbólicas? En teoría, distribuir conocimiento debería fomentar organizaciones más horizontales, basadas en confianza y autonomía. Pero como señala Pierre Bourdieu (1986), la distribución del conocimiento no siempre implica la desaparición del poder, sino que puede simplemente redefinir quién lo ejerce y cómo lo ejerce, creando nuevas élites intelectuales o profesionales.
Pensemos en nuestras universidades o en startups tecnológicas. Son espacios donde, en teoría, todos colaboran, todos aportan y todos se reconocen mutuamente como iguales. Pero, ¿es esto completamente cierto? Quizá las jerarquías no desaparecen, solo cambian de forma: ahora son simbólicas, sutiles, menos visibles, pero siguen operando. El poder ya no es el jefe vigilando desde una ventana, sino el investigador con más publicaciones, el profesor con mayor prestigio académico, el técnico que domina un conocimiento clave. Como advierte Foucault (1975), el poder es una red móvil que nunca desaparece del todo, solo se transforma y adopta nuevas máscaras.
Por eso, nuestra tarea crítica no es solo entender cómo surgió el control y la autoridad vertical en Costa Rica, sino cómo podrían mutar estas formas de poder en un futuro próximo, incluso en los entornos aparentemente más democráticos y abiertos. Tal vez la clave esté en aprender a reconocer estas jerarquías simbólicas para poder desafiarlas con más claridad, buscando siempre un modelo de trabajo más justo, colaborativo y humano. O quizás, simplemente, aceptar con humor e ironía—como buenos discípulos involuntarios de Les Luthiers—que la única jerarquía perfecta es aquella en la que nadie está completamente seguro de quién manda realmente.
4. Conclusión
La verdad es que nos acostumbramos demasiado fácil a creer lo que nos dicen, especialmente si quien lo dice lleva sotana, uniforme o corbata. Nos enseñaron desde pequeños a agachar la cabeza, a obedecer sin cuestionar demasiado y a creer que alguien debe vigilarnos siempre porque, sin vigilancia, corremos el riesgo de hacer quién sabe qué locura. Así que crecimos con la idea de que el control es necesario y que la confianza, en cambio, es peligrosa, frágil, temeraria.
Pero si hay algo que he aprendido investigando estas raíces históricas y culturales, es que las verdades más sólidas y profundas casi siempre son las más inventadas. Son cuentos que alguien contó primero, y que otros repitieron tantas veces que olvidaron que eran cuentos. La autoridad vertical, la vigilancia constante, la idea absurda de que presencia física es igual a productividad, todo eso son verdades inventadas que aceptamos como naturales porque nadie nos dijo claramente que podíamos cambiarlas.
Ahora pienso que quizá la revolución más honesta no sea una revolución violenta, ni siquiera política, sino más bien narrativa. Una revolución de esas verdades pequeñas, cotidianas, que alguien nos dejó escritas hace siglos en un viejo manual colonial. Quizá el acto más valiente y radical que podemos hacer hoy sea tomar ese viejo manual y empezar a escribir en los márgenes cosas nuevas. Cosas sencillas como "confiar más", "controlar menos", "escuchar", "preguntar" o "colaborar".
Tal vez, si logramos cambiar esa pequeña narrativa cotidiana, algún día nuestros nietos nos pregunten, con esa mezcla de ternura y confusión que solo los niños tienen, cómo era posible que alguna vez creyéramos que para que alguien trabaje bien tenía que tener a otro encima mirándolo. Y entonces, con algo de vergüenza y mucho orgullo, podremos responderles: “Porque todavía no habíamos aprendido que confiar era mucho más poderoso que vigilar”.
Y quizá nos miren raro, como quien descubre que su abuelo vivía en un mundo incomprensible, antiguo y absurdo, un mundo donde había que saber por dónde andaba la procesión, aunque la procesión, en realidad, no llevara a ninguna parte. Y entonces sabremos que algo hicimos bien: les entregamos, por fin, el derecho a inventarse verdades mejores.
Referencias:
- Acosta, L. (2012). Historia colonial de Costa Rica. Editorial Universidad de Costa Rica.
- Bourdieu, P. (1986). The forms of capital. En J. Richardson (Ed.), Handbook of theory and research for the sociology of education (pp. 241-258). Greenwood Press.
- Casciari, H. (2016). El mejor infarto de mi vida. Editorial Orsai.
- Fernández, A. (2016). Las encomiendas en América Latina: Trabajo, control y resistencia indígena. Ediciones UNAM.
- Ford, H. (s. f.). Today and Tomorrow. Productivity Press.
- Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar: Nacimiento de la prisión. Siglo XXI Editores.
- Harvey, D. (1989). The condition of postmodernity: An enquiry into the origins of cultural change. Blackwell Publishers.
- Harvey, D. (2005). A brief history of neoliberalism. Oxford University Press.
- Lévi-Strauss, C. (1963). Structural anthropology. Basic Books.
- Les Luthiers. (2007). Cuarenta años de trayectoria humorística. Ediciones Colihue.
- Mishra, A. K. (1996). Organizational responses to crisis: The centrality of trust. En R. M. Kramer & T. R. Tyler (Eds.), Trust in organizations: Frontiers of theory and research (pp. 261-287). Sage Publications.
- O'Reilly, C. A., & Chatman, J. A. (1996). Culture as social control: Corporations, cults, and commitment. En B. M. Staw & L. L. Cummings (Eds.), Research in organizational behavior (Vol. 18, pp. 157-200). JAI Press.
- Quesada, C. (2017). Religión y poder en Costa Rica colonial: El papel del sacerdote como autoridad comunitaria. Editorial Universidad Nacional.
- Rodríguez, M. (2018). Patriarcado y estructura familiar en América Latina. Editorial Siglo XXI.
- Rosales, R. (2025). Narrativas del teletrabajo en Costa Rica: entre el control y la autonomía. Revista de Estudios Sociales Costarricenses, 14(2), 45-68. https://ciencialatina.org/index.php/cienciala/article/view/16935
- Solórzano, A. (2015). La influencia católica en la educación costarricense del siglo XIX. Editorial Tecnológica de Costa Rica.
- Taylor, F. W. (1911). The principles of scientific management. Harper & Brothers.
From Control to Trust: Historical Roots of Work Culture in Costa Rica
Abstract
The article examines how Costa Rica maintains a work culture rooted in control and supervision rather than trust. Through a historical and sociocultural analysis, it traces this mindset back to colonial, religious, and patriarchal structures that shaped a vertical view of authority. This was later reinforced by management models like Taylorism and Fordism. Today, these dynamics persist in both educational and professional settings, promoting presenteeism and mistrust of worker autonomy. The author calls for a critical rethinking of these narratives to build more human-centered, collaborative, and trust-based organizations.
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